Hay lecciones que la vida nos da a edad temprana: algunas nos llegan de voces conocidas, otras por experiencias de personas cercanas o porque ya desde jóvenes íbamos metiendo la pata. A mi particularmente me gusta observar y absorber de las embarradas ajenas, yo no creo que haya que aprender que el fuego quema metiendo la mano si otro ya fue, se quemó y me mostró que duele.
De todos modos, reconozco que hay errores que le dan a la vida su sabor peculiar. Son experiencias que podemos meter en la mochila de la existencia. De las que la vida me ha enseñado, está es mi lección preferida.
Mi papá el señor Berdugo – ya se imaginaran por el apellido que su pedagogía es bien especial* – me enseñó desde mis años de pubertad que en la vida hay que aprender a cambiar. De todas sus retahílas y ejemplos rebuscados, hay una frase que me quedó inserta en el pensamiento y recuerdo siempre: hasta las piedras cambian. *No usaba métodos violentos, pero lo que tiene mi papá es una capacidad asombrosa de construir frases contundentes, didácticas, francas y realistas de la vida… a veces con humor, a veces solo con una muy apreciable sinceridad.
Hoy, sabemos que el cambio es lo único constante. Adaptarnos o rezagarse es una disyuntiva presente en nuestra estructura social y laboral actual. Cambiar es movimiento, evolución, crecimiento.
Pero ¿por qué aún seguimos excusándonos en frases como: Es que yo soy así; Si no les gusta como soy pues a mí me da igual; Es que** yo no voy a cambiar? Frases que llevan consigo la excusa perfecta para herir a los demás, para no enfrentarnos a una mejor versión de nosotros mismos, porque no cambiar justifica la ley del menor esfuerzo y nos garantiza que no fracasaremos en el intento si ni siquiera lo estamos intentamos.
El cambio hace parte de nuestra vida, pero hemos asociado el concepto a lo exterior, a lo material, a lo que vemos. A la tecnología. A cambiar de casa, de carro, de ropa, de empleo, de pareja.
Ahora nos da miedo cambiar de opinión, de forma de pensar. Nos da miedo reconocer que las ideas que comprábamos y defendíamos años atrás se han desvanecido porque nosotros tampoco somos los mismos. Nos resistimos a cambiar nuestra rudeza, nuestra frialdad, la distancia; nos da miedo cambiar el tono de la voz porque con ello se pierde la autoridad. Nos aferramos a ideologías o las rechazamos tajantemente sin siquiera escuchar, porque es más fácil cerrar la mente que abrir los oídos.
Preferimos la arrogancia, la vanidad y el orgullo porque así se compra el poder. Cambiar es una de las características más humanas, reales y empáticas que podemos tener con nosotros mismos y con los demás. Preferimos vivir en la mentira que cambiar, preferimos una vida esclava que cambiar. Preferimos nuestras zonas de confort, que dar un salto al vacío.
Cada uno de nosotros, en un ejercicio personal, puede verse al espejo y decirse cuanto a cambiado o no. Hay elementos que nos cuestan más, porque nos desacomodan, retan y hacen vulnerables, pero sepa que ser la misma persona de ayer no revela sino la máscara que vestimos. De más está decir que lo ideal es que esos cambios sean para bien, para beneficio personal y de los míos. – No digo que andemos como indecisas veletas volando con el viento, que un día quieren una cosa y al siguiente otra. No hablo de carecer de juicio y opinión. No!, creo que me he explicado bien. El punto es que todos guardamos en el corazón algo que nos gustaría ser o hacer distinto, enfrentarnos con eso es el primer paso para hacerle frente y construir una mejor versión de nosotros mismos.
Pregunta para el yo interior: ¿Qué tengo que cambiar? – Consúltalo con la almohada o con las personas que te aman.
Abrazos,
** En otro blog les cuento, las frases célebres para excusarnos: Es que es que; Fue que, Fue que; Yo, yo, yo, también de la autoría del sr. Berdugo y bien conocidas en mi familia.



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