Hace un par de días, una situación – que ya te voy a contar – me hizo reflexionar sobre cómo desde niños nos empujan a pensar en lo que está por venir más que en disfrutar la vida y crecer sin prisas.
Estaba un señor con su hija en la fila de la caja del supermercado. La pequeña que debe inclinar bastante su cabeza para alcanzar los ojos de su padre, mientras tira del borde de su camisa, le pregunta: “Papá, ¿Cuándo lleguemos a casa, puedo jugar?”, y su delicado padre, que a juzgar por el tono en su respuesta seguro no eligió serlo, le dice: “¿Tú solo piensas en jugar, ah?” La niña, baja la mirada y se queda en silencio.
Perdón, pero… Señor, no sea usted tan cruel, ¿En qué más puede pensar una niña de… cuántos años?… ¿cuatro, cinco?, ¿Será que mejor se dedica a pensar en cómo ir a trabajar para pagar sus cuentas? Dejar a los niños ser niños no es algo que practiquemos con conciencia, creo.
Me causa gracia – y me apiado de la necedad de la gente – al recordar cuando a los 10 años me preguntaban, y ¿Ya tienes noviecito? – y yo que creo que he sido un poco más madura que el promedio de mi edad pensaba, ¿cómo para qué quiero novio?… Bueno, ese tipo de preguntas infunden en las mentes jóvenes cosas de adultos, que nos hacen saltar momentos de la vida para vivir anticipadamente lo que aún no estamos listos para afrontar.
Cuando van pasando los años crecemos con la añoranza de ser grandes e independientes, con hambre del futuro. Cuando estamos en la primaria soñamos con pasar a secundaria, ya en secundaria nos imaginamos cómo será la universidad, en la universidad nos creemos libres y cuando estamos hartos de estudiar queremos salir a la vida a trabajar a ser dueños y señores del mundo… pero cuando salimos de casa y tenemos que dedicar 8, o más horas del día, a una porción de nuestro proyecto de vida que llamamos carrera profesional, soñamos de nuevo con que nuestra única preocupación sea colorear sin salirse de la línea o caminar en el mall sin pisar las rayas. Cuando llegan los balances de la tarjeta de crédito y ya no podemos gritar ¡papá! o cuando quieres tomar vacaciones, pero ahora tienes cosas en tu lista que llamas prioridades – y más si prefieres el resort a las carpas de camping, sabes más eco$amigables – te arrepientes de haber vivido tan a prisa y quisieras, de ser posible, devolver el tiempo.
Mi hermano, el menor, aun no entiende el beneficio de seguir viviendo en casa – y no digo que se quede toda la vida debajo de las alas de mamá y papá gallina – pero si me gusta de vez en cuando recordarle el valor de vivir cada etapa a su debido tiempo, de disfrutar las ventajas de no tener “preocupaciones” más allá de la prueba de fin de semestre. Creo que podemos aprender a proyectarnos a futuro sin afanes, a trabajar por ello con responsabilidad y constancia, pero sin presiones ni deadlines. Se nos va la vida pensando en cuál será el próximo paso. No nos detenemos a disfrutar el hoy, a valorar quienes somos y lo que tenemos. Nos volvemos inconformes y quejumbros. Nunca nada nos parece suficiente.
Quiero poder desaprender a vivir a las carreras. A dejar de planear y ejecutar la vida como un checklist de supermercado. Si alguien tiene el secreto, que por favor me lo comparta. A veces creo que se trata de fluir, tener una meta y al mismo tiempo la capacidad de adaptarse constantemente, sin que nada de lo que haya en nuestra mente arraigado como planes y expectativas quede escrito en piedra. Ser felices y disfrutar cada momento trae grandes recompensas que quedan grabadas por siempre en nuestro corazón.
¿Papá, cuando lleguemos a casa, puedo jugar?


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