Ejercicios de escritura #7: Herejía

Era el cuarto domingo que no iba a Misa con su mujer, alegando que había mucho que hacer en el puerto. El cielo estaba despejado, con el sol puesto en ese punto donde desaparecen las sombras. Su frente empapada en sudor brillaba mientras caminaba de regreso por la Boca del Puente cuando el reloj marcaba las doce con veintitrés.

Nicolas saludó con un toque de sombrero al herrero de la esquina de la plaza, polvorienta por el paso de los caballos y la ausencia de lluvias. La sequía estaba acabando con los cultivos de caña y reinaba más bien un clima de austeridad entre todos los hombres de ese círculo social, que para ahorrar algunos reales se fumaban solo un tabaco al día, según ellos para guardar las apariencias.   Cómo era usual, a esa hora se agolpaban los esclavistas de la zona a comprar negros africanos. Las enfermedades que los aquejaban en el largo recorrido, lo desnutridos que estaban, algunos incluso al borde de la muerte, hacia que los mercantes los dieran casi regalados con tal de no perder toda la inversión del viaje. Algunos estaban dispuestos a dar varones a precio de mujer, y los enfermos a unos cincuenta pesos para deshacerse de la carga.

—Nicolas Burundel. ¡Deténgase! —le ordenó un guardia, acompañado por otros tantos a pie y a caballo—. Debe usted presentarse inmediatamente ante el Tribunal del Santo Oficio.

Le tomó unos segundos procesar la orden, suficientes para que los guardias lo apresaran empujándolo por la calle camino al Tribunal, donde estarían esperándolo para dictar sentencia.

El recorrido, aunque corto fue amargo. A su paso, podía sentir las miradas y escuchar los murmullos de los vecinos, y se le removieron las tripas al entrar, en la que llamaban, la ruta de la amargura, cuando ya podía verse el edificio y escuchar los gritos por los azotes y torturas infringidas detrás de sus altos muros.

Él sabía porque estaba allí y no le corría por el cuerpo un solo rastro de miedo.

—¡Maldita mujer! Verás como te hago pagar por esto —murmuró. Su esposa, una francesa de mala clase con quien llevaba seis años, lo habría denunciado por negarse a invocar a la Madre de Dios, y entrada la Cuaresma a confesarse ante hombres y adorar santos de palo.

Nicolas recibiría quinientos azotes en el patio del Tribunal; saldría con varios huesos rotos y la piel desgarrada, pero listo para emprender un viaje lejos de estas Indias, que no le habían traído nada bueno desde su desembarco, animado con la promesa de ascender en una tierra próspera.


Este texto hace parte de un ejercicio de escritura del Curso: El Oficio de Escribir de Zenda y Cursiva. 2021.





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