Desde muy temprana edad conocí la crueldad y el abandono, pero también la misericordia y el amor incondicional. Aprendí que la vida te resulta buena o mala dependiendo del tipo de personas con las que te topas en ella, más si, al igual que yo, dependes de otros para subsistir.
Hoy quiero contarles mi historia, no para despertar lastima sino para que los buenos que la lean, entiendan que en sus manos albergan una oportunidad de cambiar vidas y regalar felicidad; esa bondad no puede esperar nada a cambio, porque a seres como yo, no se les puede exigir mucho.
Nací al sur de Colombia, en un pueblo que muchos quizá no sabrán ubicar en el mapa. En un cuarto oscuro y maloliente, en muy malas condiciones de salud, en el suelo, en cartones, a la suerte. Mi madre era rehén de una guerrillera, que según me cuentan, informantes del pueblo delataron. Ella huyó saltando por la ventana trasera del edificio sin repellar, dejándonos a mi madre y a mi, solas, desamparadas.
Si escapó o la atraparon luego no lo sé, eso no me lo contaron. Sé que los soldados nos tomaron a mi madre y a mi, nos llevaron a su base. Nos separaron, a mi me cuidaba otro grupo y de vez en cuando me llevaban con ella para que me amamantara. Probablemente era sospechosa de algo, o la creían enferma, se veía muy demacrada. Sé que la alimentaban porque con el paso de los días ambas nos veíamos más repuestas, con mejor semblante.
Llegó información a la guardia que tenerme con ellos ya no sería posible. Mi madre perdería mi custodia, y sería procesada en algún centro especializado; a mi, entonces, debían llevarme a un hogar, un sitio de esos donde nos dejan a la providencia divina hasta que alguien se digne a adoptarnos. Donde a veces, a la gente solo le gusta verte con lastima o morbo, pero no hacen nada por darte una vida mejor.
El soldado, que estaba pronto a salir trasladado a una nueva base, se arriesgó encubierto por algunos compañeros a tenerme unos días en su camarote, y declaró haberme entregado a la institución que esperaba por mi. Nadie preguntó más nada. Los cómplices, arriesgando igual su pellejo, miraron para otro lado.
Yo pasaba los días enteros encerrada en el camarote. Él daba una vuelta en su tiempo libre o hacía rondas rápidas escapándose de su jornada para asegurarse que estaba bien. Me daba comida, me limpiaba, me dejaba música, un poco para tranquilizarme, un poco para disimular si se me ocurría hacer algún ruido que hiciera sospechar a sus vecinos de alojamiento. En los noches, me abrazaba a él, aprendí a dormir acurrucada a su lado, o sobre su pecho desnudo.
No imaginas, hasta que creces y entiendes, tanta humanidad en un hombre que, en apariencia fuerte y rudo, pueda tener un alma tan noble, que alberga tanto cariño y dulzura.
Pasaron varias semanas, era el día de salir de la selva. Me metió entre unas mantas, buscando la forma de poder pasar los controles. Tuvo que hacer algunos tramites en el aeropuerto para lograr mi embarque. Alegó perdida de documentos. Nadie hizo mucho caso. ¿Cómo dudar de un militar? y, ¿Cómo hacerlo en un pueblo tan pequeño donde todos habrían sabido que la criatura no era suya? De todos modos, los demás papeles estaban en regla, exámenes médicos y vacunas. Nada estaba fuera de orden.
Volamos. A pesar de esperarnos, no disminuía el asombro de saberlo volviendo a casa con semejante huésped. «¿Qué harían? ¿Dónde dormiría? ¿Se quedará con nosotros? ¿Cuánto tiempo? Es una responsabilidad muy grande. ¿Cómo se te ocurre traer semejante carga ahora que estamos viejos?» Alegaban sus padres. Debía quedarse ahora con ellos, pues era imposible entrar con ella a los alojamientos de la nueva base, la seguridad era mayor; además ella crecería y demandaría otras atenciones.
Tranquilo, despreocupado, como si supiera que al ver sus dulces ojos, sus pequeñas manitas, la forma como sonreía, quedarían flechados de inmediato con su dulzura. Si, estaba consiente que era diferente, que costaría unos meses acostumbrarse a su presencia, reconstruir su rutina, pero, la satisfacción de haber salvado su vida, no disminuía. «Verán que se enamoran», decía.
Cuando entró por la puerta del pequeño apartamento sus padres, aun incrédulos, lo recibían con amor. Había estado cerca de dos años en la selva, siempre con el corazón en la mano. Que trajera con él a esta criatura, que habría que hacer ahora parte de la familia, era el menor de los problemas, pero, ¿Cómo explicarían su presencia?
En pocos meses, la criatura creció fuerte y sana, se ganó el cariño de todos en casa, y ha sido una bendición porque representó para los viejos una compañía que disminuye la nostalgia del nido vacío. Es increíble ver a la abuela acariciarla, ponerla en sus piernas, hacerle mimos y hablarle con ternura. El abuelo, se hace el duro, pero le encanta también verla revolotear por la casa, y se ríe de sus travesuras.
El soldado no se arrepiente de haberla tomado como propia. Se robó su cariño y el de toda la familia. Hoy es una niña feliz, que ronronea todavía en su pecho por la tardes, cuando el tiende su uniforme y se acuesta tranquilo a descansar de su jornada.




*** Por un mundo con más mascotas en casa ***
Dedicado a Venus. La gatita que nos robo el corazón.


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