Tres días marcaron mi infancia. Tres días que me enseñaron, a muy temprana edad, que la vida es injusta, cruel y pasajera.
Aprendí la injusticia el día que me acusaron frente a la clase de haber copiado mi tarea. No había sido yo. Nina me obligó a pasarle las respuestas. Amenazaba con contarle a todos que aún me hacía en la cama y que dormía con la luz prendida por miedo al monstruo que aparecía algunas noches en mi habitación. Aprendí la crueldad, el día que mi papá llegó borracho a las tres de la mañana y casi mata a mi madre. Le destrozó el rostro, la tiró del pelo y la arrastró hasta su cama porque ese era su lugar. Sería la primera de muchas palizas hasta que, a mis quince años, se atreviera por fin a denunciarlo y ponerle una orden de restricción por maltrato. El tercero aprendí lo finita que es la vida, el día que murió mi Abu, nuestro ángel protector y con quien vivimos por años antes que el cáncer le barriera la carne, la energía y la sonrisa. En pocos meses y sin esperarlo, se apagó su llama enseñándonos que estamos de paso. Se ocupó de repetírmelo cada vez que me ponía al pie de su cama para el beso de las buenas noches.
Fue el día de su funeral, el día que nos lo entregaron hecho polvo en una cajita, el que hoy recuerdo.
Ese día está estampado en mi memoria, cada imagen, olor, rostro y sentimiento. Recuerdo el cielo, el olor a tierra mojada que sube como aroma y se pega al paladar, la sonrisa de mi madre al despedirlo honrando su deseo de no llorarlo. Lo esparcimos, como quiso, en La Amarilla, su lugar favorito frente al mar
A La Amarilla se llegaba por trocha. Mamá me encargó llevar la cajita, que apretaba contra mi panza para que no saliera volando el polvo de mi Abu. No había música en la radio, viajábamos en silencio. En la distancia, después de la última curva, se divisaba de frente la línea del mar y a la izquierda, cercada por un muro de ladrillos descubiertos, la casa de descanso de mi abuelo. Un portón de dos hojas que abría hacia adentro daba la bienvenida y a su alrededor inmensos cocoteros de doce metros de alto bailaban con el viento saludando a la doliente caravana.
Dentro, el perfecto verde césped invitaba a descalzarse esquivando diminutas margaritas. Las nubes que venían persiguiéndonos desde la ciudad se posaron sobre nosotros, dando al momento un aire de mayor melancolía. Mientras mamá preparaba una mesa, mi Abu me invitó a caminar para despedirse. Todavía lo abrazaba, pero ahora con los ojos empapados de lágrimas.
La Amarilla estaba llena de árboles frutales: guanábana, papaya, mango, cerezo y uvitas. En alguna visita recuerdo haber escondido una pepa de aguacate y escupido semillas de sandía; brotaron, pero el sol las rajó en su primer verano. En el centro del terreno había un bohío donde tomaba café por las mañanas, se mecía en su chinchorro rojo y me convidaba a subir; las hamacas de colores eran lo mejor del lugar, allí hacía mis mejores siestas, con la caricia del viento a media tarde, cuando el calor baja y el cielo empieza a colorearse de rosa y naranjado. Todas las pilastras del bohío estaban decoradas con máscaras precolombinas, regalo de un indio huaquero que conoció en una de sus tantas caminatas a la Sierra, días en los que no le faltaba fuerza en las piernas ni aventura en el espíritu. El techo de paja estaba muy seco, y en el centro rastros de caca de murciélago contaban los meses que no había podido ya pasar ni un rastrillo por el suelo.
Al fondo, la casa que daba origen al nombre de su amada villa, recordaba los años compartidos, las lágrimas derramadas y las heridas curadas. Un pequeño horno a leña, una mesa de cuatro puestos, taburetes de madera y cuero, un armario con vasos de aluminio, platos de peltre y cerámica negra con mimbre para las sopas de pescado, cucharas de palo, calderitos y sartenes manchados de hollín. Mi Abu tenía para darse sus gustos, pero prefería comprar vainas que aguantaran trajín y golpe.
Lo llevé al segundo piso, quería ver el mar por última vez. Las olas rugían envolventes, retumbando en el alma e invitando a la paz con cada golpe en la orilla.
–Karina –le oí decir a mi madre, mientras posaba su mano sobre mi hombro– vamos ya. Nos están esperando.
Lloviznaba. Gotas livianas resbalaban por las hojas y por mis mejillas, disimulando las lágrimas. Mi mamá eligió la veranera como morada eterna de mi Abu. Abrió la cajita, les pidió a los presentes que tomaran un puñito y lo esparcieran entre las flores de esa área del jardín que vibraba con fucsias, rojos y blancos, cual mosaico de colores lleno de espinas como la vida misma.
–Adiós Abu –pronuncié, cerré los ojos, abrí mi mano y soplé su polvo al viento.
Después de la improvisada ceremonia, me quedé dormida en su chinchorro. Al despertar el cielo estaba despejado, el sol brillaba reflejado en los ventanales de la casa y un azulejo cantaba en las ramas de la veranera. Sonreí. Sabía que mi Abu no estaría más para cuidarnos, pero ahora teníamos un ángel en el cielo que bajaría a cantarnos cuando pasaran las nubes grises de nuestra existencia.
Este texto hace parte de un ejercicio de escritura del Curso: El Oficio de Escribir de Zenda y Cursiva. 2021.


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