Y me gusta estar aquí porque me haces sentir como en casa.
Tu inevitable parecido, gestado en los años de colonización española, constantemente me recuerda a mi vieja bella, Cartagena de Indias. Las calles adoquinadas de tu Casco Antiguo, repleto de iglesias apostadas en cada equina y placitas que una vez al año se colorean con el intenso amarillo de los guayacanes, amarillo que se lleva fugaz la brisa de marzo, perfumando el suelo, hasta que de nuevo vuelvan a florear.
Se parece en como la bahía acaricia el fuerte que te envuelve, hablándome de las riquezas que escondías y te resguardaba antaño de piratas extranjeros. Aquí no se ven los coches tirados por fuertes caballos, paseando entre sus carruajes parejas de enamorados, con eso sería casi como si no hubiese ido a ningún lado. Lo único que falta en este pedacito de tierra, Puente de las Américas, corazón del mundo, es mi familia adorada, mi consuelo es saber que solo un hilo de mar nos separa.

Tu gente alegre, su forma de hablar tan descomplicada; el calor que golpea al moreno caminante que calma su sed agobiante con agua de pipa fría. La humedad impregna y densa el aire, como si en cada bocanada uno de tus toros bravos de Carnaval depositara su aliento sobre mi cara. Impredecible de abril a noviembre cuando pasas fácil del azul cielo despejado a tormenta inclemente, que empapa la tierra, refresca la piel y lava los techos naranja de toda tu ciudadela colonial.
Y al girar la vista se alza imponente, en aquel cerro tu estrellada bandera que, con sus colores, nos recuerda a los gigantes que dominaron, por igual, desde fincas aledañas con sus bases militares a indígena, negro, mestizo y mulato. Ese verdor del Cerro Ancón oxigena esta mole de concreto, pequeño pulmón natural, que se alza detrás del mercado donde se agolpan al despertar, la clase trabajadora, de las cunas humildes de la ciudad, el comerciante pujante para abastecerse de producto fresco, el padre de familia busca la porción del día y el artesano decora la calle con zapatillas y tembleques, abogado de la tradición que mantiene viva a La Pollera Panameña de generación de generación. Y desde una esquina, justo a la entrada de la estación del Metro, una vendedora de frutas, un voceador de periódicos y una lotera se van instalando en el sardinel para llevar a sus hijos reales para comer.

Panamá bonita, la moderna, la de acero y concreto, es un centro bancario famoso de América Latina. Sede de negocios, de altos edificios, de hoteles extravagantes y construcciones singulares, algunos por eso hasta han osado llamarle: la nueva Dubai. Igual que aquella, sus autos de lujo transitan rugiendo ostentosos a máxima velocidad cuando el tráfico aligera en la Calle 50: Porsche, Masetari, Jaguar, Ferrari, Audi, Lexus; no sé de autos, yo sólo los veo pasar avanzando hasta la Vieja, hacia las ruinas de una ciudad que Morgan, por allá en 1670, redujo a historia y trizas.
Entre tanto y tanto, como muchas capitales de esta Centro América querida, escondes miseria vestida de alegría. Pasando hacia Costa del Este, debajo de la vía, entre los canales que dejan fluir el agua salada hasta el manglar, desfilan con tablas improvisadas, niños en calzoncillos para surfear las ínfimas olas que desde la bahía se forman cuando sube el nivel del mar.

Y si hay algo por lo que se conoce a Panamá es por su Canal, núcleo económico donde confluyen todos los días cargueros atiborrados de contenedores, mercancía, combustible o lo que sea puedas imaginar, desde los más recónditos rincones del mundo para ahorrarse millas de navegación pasando por los tres juegos de esclusas que hacen de puerta al mar. ¡Eres válvula del mundo, bombeando a esos colosos de los mares, imponentes, pero a tu merced para atravesar sumisos este monzónico istmo!
Aquí en este rincón, hoy mi lugar favorito, seguiré bebiendo mi café colombiano, leyendo mis libros, coleccionando atardeceres de acuarela detrás de la bruma marina y escuchando a los periquitos cantar a las seis de la tarde cuando la luz del sol escasea y la luna nos sonríe con picardía, dando paso a la noche oscura, cargada, con relámpagos que se cuelan por mi ventana.

Me declaro cobarde por no abrir más las alas, por no buscar destinos ambiciosos o lejanos. A mí me llama la sangre. Me quedo aquí porque me siento como en casa, y porque cuando se me antoja, de la nada, en esos arranques de extrañar al ser querido, solo me toma una vuelta del minutero poder besar a los míos.
Este texto hace parte de un ejercicio de escritura del Curso: El Oficio de Escribir de Zenda y Cursiva. 2021.


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