Aquella mañana lluviosa de octubre del 97, cambió mi forma de ver el mundo, y a las personas.
Había llorado tanto la noche anterior que no recuerdo siquiera el instante en el que me quedé dormida. Mi dolor era profundo, nadie entendía lo que estaba viviendo, pero me seguían juzgando y me exigían a un punto que simplemente me quebraba.
Me levanté de la cama, tomé un baño de agua helada y una taza de café cargada sin azúcar. Agarré el bolso que había usado el día anterior, las llaves y cerré la puerta sin pasar el seguro.
En los días tristes prefería hacer a pie el camino a la universidad, podía meditar y me daba tiempo de poner buena cara frente a los demás. La calle estaba sola, ¿a quién se le ocurre caminar con este clima? Me sentía recargada, mi trabajo me obligaba a ser amable, debía disfrazar mis sentimientos para agradar a quienes llegaban a buscarme. Así funcionaba.
¿Qué traen hoy las personas?, pensé. Podía ver su aura en colores pasteles flotando sobre sus cabezas. Un humo sutil. ¿Estoy soñando o el efecto de las píldoras de la noche anterior no ha pasado del todo? Me froté los ojos y me adentré al hall principal del edificio. Podía ver su aura y con solo mirarlos podía leer sus sentimientos. Me pareció inquietante. En el minuto que me tomó llegar al despacho pude leer envidia entre dos amigas; miedo en un chico que se preparaba para entrar al aula con un libro abrazado; profunda tristeza en una de las jóvenes mas populares a pesar de ir acompañada y sonriendo; rencor en Roberto, un maestro de sociología recientemente reasignado; frustración en Teresa, recostada a una pared leía una carta de no admisión y a su lado, Emma, quien decía ser su amiga, una felicidad profunda la desbordaba por el fracaso de la primera. ¿Qué pasa con la gente? ¿Por qué puedo ver esto?
En la consulta, pude usar este repentino don a mi favor. Los estudiantes se abrían cuando lograba explicarles cómo los percibía, ¡sin que ellos supieran, claro!, podía dar en el punto exacto de lo que pasaban en ese instante. Podía ver también la falsedad, podía ver quien llevaba máscaras, quien fingía, quien decía una cosa, pero pensaba otra. La cabeza me iba a explotar, esta capacidad sobrenatural consumía mi energía. Desee volver a la normalidad, pero al mismo tiempo entendí que sería un regalo invaluable si permanecía conmigo.
Pasó un día, dos, un mes, un año, una década y aquí estoy. Mi depresión sanó cuando empecé a ayudar a otros, me olvidé de mí, me volqué en ellos.
He salvado a muchas personas, y me he salvado a mí misma también de las garras del engaño y la hipocresía. Desde aquel día me hice un favor: no mentir, no disfrazar mis sentimientos. Perdí amistades. Cerré ciclos. Y hoy soy más amable con las personas que me topo cada día sin importar su origen, nivel, cargo o apellido, porque yo sí sé, con solo cruzármelas, por lo que están pasando.
Me retiré de la oficina de bienestar y abrí mi propia consulta. No doy abasto. Sé qué decir, o qué callar frente a cada persona en el momento justo. Creo que algunos logran ver mi poder y han llegado a llamarme adivina. Nunca se lo había contado a nadie, hasta ahora.


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